En el año 2020 y en momentos en que la pandemia revelaba su rostro más brutal, el historiador Gabriel Salazar me señaló en un encuentro por zoom la siguiente frase que nunca olvidé: “las instituciones no saben morir”.
Con estas palabras pude entender cuestiones que, a propósito de la Revuelta de Octubre, en ese momento, me eran todavía difusas. Pude entender, por ejemplo, que lo que es posible llamar ciudadanía, sociedad civil, pueblo o “multitud” (palabra del filósofo Tony Negri y que al día de hoy me hace todo el sentido), es lo que está en directa relación con la soberanía; que la soberanía misma radica ahí, en la multitud que reuniendo subjetividades heterogéneas y lejos de toda deriva iconoclasta fue capaz de codificar en las calles y en sus querellas todos los abusos de una época.
También pienso haber entendido, que la instituciones en su composición original y como proyecto de sí mismas, tienden a la perpetuación; que se lanzan hacia una suerte de eternidad en la que no ven barreras para su extensión. En un principio las instituciones son sin medida, sin espacio ni temporalidad. Así, estos dispositivos con pretensiones de eternidad son las que le inyectan, de igual forma, estructura a los sistemas, los funcionalizan y jerarquizan permitiéndoles sus estrategias manageriales y “ecologizar la memoria”, como escribe Jacques Derrida en El siglo y el perdón (2003).
Y se trataría de sistemas de cualquier orden y no importa en qué período de la historia, desde el Imperio Romano, pasando por las monarquías feudales hasta el capitalismo y su versión última de desregulación total: la neoliberal. Por lo tanto, si no es un pueblo o una multitud siendo consciente de que en ella habita, de nuevo, la soberanía, si no presiona a las instituciones para que se cimbren y puedan transformarse ella mismas en reflejo de la querella popular, pues podemos vivir para siempre subordinados, acusando recibo y dejándonos decidir.
En una línea similar, el recientemente fallecido pensador marxista norteamericano Fredric Jameson, apuntaba en un libro titulado El posmodernismo revisado (2012) que “El capitalismo convierte todo en una mercancía, incluso la resistencia”. En la ruta abierta por Gabriel Salazar sobre las instituciones, este otro pensamiento me permitió, también, comprender que el capitalismo es una suerte de virus que se inocula a todo orden; su perímetro y blanco es la cultura en su totalidad; desde la más pedestre de las relaciones humanas, atravesando por la interconexión global del mercado hasta las disidencias, pareciera, según Jameson, que todo está inseminado por la virología de un modelo que no puede sino ser omnipresente, múltiple en sus penetraciones y dúctil a cuál sea la crisis que lo amenace.
La resistencia entonces tampoco escaparía de este “mal de capitalismo” y, tal vez, sin darnos cuenta, Octubre, la Revuelta, también ha devenido una forma de mercancía. No lo fue en su origen, en su potencia de acontecimiento, pero habría sido transformado, por una alquimia consumista de cuño estético-erotizante, justo, en objeto de consumo, en moda pro o anti octubrista; en relato de una cierta disidencia snob o en material para nutrir el discurso reaccionario de las derechas que intentan apropiárselo.
En esta línea es que decimos Revuelta y no “Estallido social”.
Ésta última es una palabra que viene del lenguaje geológico y que, no sin intereses a la base, ha sido desplazada e instalada para descomplejizar algo que en su naturaleza más profunda es infinitamente más heterogéneo, irreductible, “revuelto”. “Revuelta” alude a un instante en que el que la sociedad chilena, como nunca antes, fue capaz de tensionar a las instituciones folclóricas devenidas de la oligarquía hacendal, de la dictadura, de la transición y de los gobiernos de ahí en más, a partir de un sinnúmero de subjetivades desparramadas en las calles de todo un país; sin jurar lealtad a ningún emblema, símbolo, líder. Se trataba solo de multitud aconteciendo e itinerando en las ciudades sin más querella que la que el “inconsciente político” (concepto también de Jameson) identificaba tras una historia completa de abusos, postergación, discriminación y margen.
Al día de hoy un cierto sector del academicismo progresista (tercera derecha) ha pretendido tener la última palabra de la Revuelta, coser la Revuelta, suturarla y dar fin a la interpretación de la historia; se trataría de fijar la hermenéutica y establecer los límites de una época.
Frente a esto, consideramos, hay que reaccionar porque nadie tiene la última palabra de Octubre; ésta no es propiedad más que de la historia misma y sus ecos y pulsos no resisten ser subalternos de los poderes típicos.
Por estas y muchas otras razones es que hoy, más que nunca, hay que leer a Gabriel Salazar. Para saber y enterarnos de qué va la soberanía en un tiempo que parece no tener proyecto o que deambula entre la pequeñez de una política sin densidad y los escándalos de corrupción que, así indignantes, subrayan que los abusos a todo orden siguen ahí, vivos y, entonces, la querella de Octubre parece seguir teniendo sentido… todo el sentido.
Y es precisamente esta rehabilitación de una potencial nueva escena de insubordinación la que los sectores reaccionarios –que pretenden adueñarse o tachar la historia– han identificado y a lo que responden con toda la fuerza de su poderío multifacético y de capitales yuxtapuestos (pensamos en “la teoría de los capitales” de Pierre Bourdieu, en esta perspectiva).
Gabriel Salazar, uno de los pensadores más importantes del siglo XX y lo que va del XXI para la historia de Chile, es quien vio la historia de otro modo, desde abajo hacia arriba.
Él desmantela las prédicas oficiales redactadas por las clásicas plumas oligárquicas y dirige la mirada a los que no fueron invitados a la fiesta museológica que configura el relato de un pueblo: los peones, los pobladores, el proletariado, las mujeres, los niños huachos, los labradores, en fin.
Gabriel deconstruye la historia en el sentido más amplio y estremecedor que la palabra deconstrucción puede tener y adquirir en este momento. No solo invierte la jerarquía desautorizando la tradición, sino que permite que la multiplicidad constitutiva de todo esquema encuentre sus puntos de fuga, al decir de Deleuze, sus efectos de superficie. Transformando la historia de un país que no era otra cosa más que el fundamento inmutable de una casta propietaria, en la trama de los des-ubicados sin nada más que su devenir marginal. Con Salazar la novela de los sin nombre es escrita, ahora, en el pergamino de una historia que los espejea y reivindica.
“Soy un historiador social, crítico y de izquierda, pero no marxista. Focalizo el estudio de la historia en los sectores populares más marginados y no en las clases dirigentes, a diferencia de los historiadores tradicionales” (Gabriel Salazar, Diario el Metropolitano, 2000).
Leer la Revuelta en clave Gabriel Salazar es leer el revés de la trama que se hizo multitud.
Ahora Gabriel Salazar es decir para siempre Gabriel Salazar.