viernes, octubre 11, 2024

La guerra contra nuestros muertos

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                                                                                                         A Carmen Castillo, por su dignidad

“Sólo tiene el don de encender en el pasado la chispa de la esperanza aquél historiador que esté traspasado por la idea de que tampoco los muertos estarán a salvo del enemigo cuando esté venza. Y este enemigo no ha cesado de vencer.”

                                                                                                          Walter Benjamin

La conmemoración de los 50 años del Golpe de Estado de 1973 puede ser vista como la declaración de guerra contra nuestros muertos. Es conocido que, durante los funerales de aquellos asesinados en plena lucha, de aquellos considerados popularmente como luchadores (los mártires), se rodean de militares y frecuentemente la liturgia comienza y termina en batallas callejeras. Los funerales de los mártires no son simples lugares de paso sino un espacio promiscuo ente cielo y tierra, entre porvenir y memoria. Mezcla entre dos mundos que, a pesar que la carne se ha alejado para siempre, insisten en aferrarse el uno con el otro.

Que los funerales sean lugares en los que la memoria advenga como porvenir hacen que la policía no deje de merodearlos, acecharlos, vigilarlos; como si los muertos pudieran respirar en la respiración de los vivos y sus palabras todavía tuvieran la capacidad de donar un eterno hálito en los cuerpos prestos a la lucha. Los muertos pueden. La policía cree en fantasmas y sabe que los muertos pueden tanto como los vivos. ¿Cuánto puede un muerto? ¿Cuánto del secreto que portaba su otrora existencia irrumpe entre los vivos al modo de una potencia? La policía sabe que los funerales, como las sublevaciones, abren una suerte de médium en el que vivos y muertos, porvenir y memoria se cruzan en una misma danza.

Un verso del poema “Cuando los mártires se van a dormir” del poeta palestino Mahmud Darwish usa la expresión “la plusvalía de la matanza”. Una expresión profunda, que habría que medir detenidamente ahí donde la “matanza” policial, totalitaria, la “matanza” desplegada en y como terrorismo de Estado opera desde una “plusvalía” que consiste no solo en matar al vivo sino también en matar al muerto, en aniquilar a los muertos y devastar el resto de memoria que nos dejan. La “matanza” sin “plusvalía” es nada. Solo la “matanza” capaz de desplegar la “plusvalía” bajo los profesionales del saber que contarán la historia sin nuestros muertos, que narrarán la historia sin nuestra memoria, obturando la “chispa” por la que puede irrumpir lo porvenir, sólo esa “matanza” podrá ser la vencedora.

No sólo la que se apropie de los vivos sino, sobre todo, la que se apropie de nuestros muertos y los lance al olvido. Al revés: sólo quien pueda leer la historia a “contrapelo” y, como diría Benjamin, atender la “chispa” abandonada entre ruinas, podrá volver a unir memoria y porvenir. Leer a nuestros muertos, leer acerca de la voz que nos legaron, descubrir la herencia sin ningún testamento, sin ningún archivo, la herencia que resta a toda forma policial, a toda mirada de control, a cualquier biopolítica que contabilice a los muertos y nos consuele de que no “habrían sido tantos”. Por el contrario, la violencia que ejerce la “plusvalía de la matanza” capaz de borrar a nuestros muertos, puede asumir un nombre preciso y aterrador: fascismo. Fascismo es el nombre de la guerra desatada contra nuestros muertos.

A veces se trata de una guerra silenciosa, orientada a reducirlos, contabilizarlos y a identificarlos como simples “víctimas” obliterando su potencia de lucha, neutralizando el “cuánto puede” (no solo el “cuánto pudo”) el cuerpo de un muerto en su resonancia en los cuerpos vivos que, bajo la intempestiva forma del martirio, nos permite habitar el cruce entre memoria y porvenir. Fascismo sería la definición de la guerra contra nuestros muertos bajo cuya violencia se borran de la historia para limpiar los territorios. A veces, el fascismo puede ser sutil, otra veces raudo e indecoroso. No necesita del uniforme militar o policial, basta un simple decreto, ley o informe.

A veces, es posible que se trate de un simple procedimiento al que la burocracia no le da la menor importancia e, incluso, de un discurso en el que se repita la palabra “verdad” sin remitir a “justicia” alguna. El saber pretendidamente “experto” configura los campos del borramiento por donde avanza la “plusvalía de la matanza”. Higienizar el planeta de los muertos, execrar cualquier referencia a ellos, expulsar del horizonte las luchas del pasado y administrarlas, sosegarlas, domesticarlas es la función global del fascismo.

Aquí, allá. El fascismo no necesariamente entendido como movimiento o partido político (pero también), sino como técnica de gobierno de las poblaciones orientada a separar a la memoria de todo porvenir, convirtiendo a la primera solo en un trauma condenado a repetir sus pasiones tristes y al segundo en un simple futuro insiste desesperadamente en “asegurarse” repitiéndose lo Mismo. Una memoria sin porvenir y un porvenir sin memoria no es más que la misma parálisis. Y es el fascismo el mecanismo que separa la una del otro. Por eso, nuestros muertos son la pieza clave que habremos de cuidar. Incluso más: la pregunta políticamente decisiva sería ¿en qué sentido podríamos habitar con nuestros muertos? Ellos son el lugar en el que memoria y porvenir hacen el amor entre sí, danzan juntos e interrumpen la “plusvalía de la matanza”. La memoria aquí entrevista es sensible, no inerte pieza de museo como pretende el fascismo en cualquiera de sus formas. Porta el resto de vida que nuestros muertos dejaron y que no fue aplastada ni desaparecida. Esa vida que no es tuya o mía, sino potencia impersonal y común es la que nos ha sido heredada cuando rememoramos, cuando traemos el festín de sus luchas a la incandescencia de nuestro presente.

Rodrigo Karmy
Rodrigo Karmy
Doctor en Filosofía. Académico de la Universidad de Chile.

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