La llamada movilización “pingüina” no respondía a una economía del cálculo y a los procesos de oligarquización que -por etapas- enlazaron a la FECH con el Parlamento. En buenas cuentas, el 2011 fue un pivote de institucionalización que restó todo el potencial disruptivo de las primeras marchas consumando un nuevo pacto elitario.
a nuestros compañeros del Doctorado en Comunicación
En el sur de chile se agolpan tumultos de sentido e imágenes mudas de una muchedumbre que el 2006 irrumpió con fuerza de autenticidad desplegando la adolescencia anónima que se apropió del “movimiento estudiantil” en una clave destituyente. Un momento de plebeya veracidad con raíces territoriales –valles, mares y montañas- se alzó desde el Liceo Carlos Cousiño A 45 de Lota desplegando el campo de las “herencias morales”. Por esos años el agua se filtraba desde el techo y las murallas. Desde las ventanas rotas, los cables eléctricos no tenían protección, los profesores denunciaban que hacían clases con los pies en el agua. Tales fueron los sucesos que hace más de una década rotularon al Carlos Cousiño (VIII región) como “liceo acuático”. Fue precisamente ese establecimiento el chispero (grado 8 en Richter contra la municipalización) que marcó el inicio de la revolución “pingüina” y se convirtió en el símbolo de las necesidades de infraestructura y contenido en la educación pública. Creemos que no es osado establecer en esta inflexión como una puerta de entrada a la conflictividad -no secuencial- de los años 2011 y 2019.
Por esos días la mediatización del malestar abordó tales disturbios como un problema de fachada en las corporaciones mediáticas sobre la metáfora Sur. Todo fue diluido por aquella categoría glotona, molar que aísla y zonifica las insurgencias del territorio desde el dispositivo binominal: Santiago y las regiones. Y a no dudar, el provincianismo de las oligarquías santiaguinas con sus sueños de oportunismos (OCDE) desde un “tono barítono” –opulento- se consagró a deliberar con los actores del mainstream. El movimiento interrumpió la normalidad santiaguina interpelando la modernización metropolitana y la fiebre de los indicadores.
Fue así como Daniel Carrillo, la Luisa Huerta, el “Dago”, hasta el “chascarriento” episodio de María Música que lanzó un Jarrón de agua a la Ministra de turno invocando el padecimiento de las bombas lacrimógenas. Tales sucesos fueron parte del carácter inaprensible de aquel tiempo joven que somatizó un primer momento derogante del “imaginario popular” contra el texto modernizador y sus indicadores galácticos. Un estudiantado de santiaguinos, porteños, y penquistas castigados por el vocabulario de la dominación tomó nota de sus precariedades lecto-escriturales, de su ausencia de futuro, cual judíos pobres y sin herencia, se largaron con trompetas y claros clarines sin tener que exhibir la cordura política que la difunta gobernabilidad (Laguista) requería para aquel momento. Lejos de la economía del cálculo una patria adolescente es una potencia indeterminada (an-económica) donde acontece la disolución de toda teleología.
Aquí se deslizó una subjetividad que fue capaz de suspender los “contratos simbólicos” de la escena (pos)transicional e interrogar temporariamente el “comisariato modernizante”. Luego vinieron los Liceos emblemáticos que se alzaron contra la LOCE, (Barros Borgoño, Manuel de Salas y el insigne Instituto Nacional, entre otros) haciendo sentir el desgastado peso de la tradición y de cuando en vez obstruían la dimensión insurgente del movimiento, sin lograr amilanar expresiones genuinas que desde un “bajo fondo” -zona vernácula y underground– daban muestras del malestar popular respecto a las teorías del emprendizaje. Aquí tuvo lugar una multitud lúdica que denunciaba de modo disperso, untados en el garabato y en el síntoma, la falta de todo “retrato de futuro”. Por aquel entonces habló la “multitud paria”; desde el territorio silenciado por la prensa regional, hasta el sujeto de la Legua, La Victoria, La Porteñidad obrera, El PAC, La Pintana, Estación Central y, tantos otros colegios, donde pernoctan los “sujetos del riesgo”. Aquellos días presenciamos una estampida mestiza, menos orgánica e invertebrada, donde una “gotera infinita” fue la proliferación de las minorías indóciles. Un primer brote de destitución (e insurgencia), mucho más prescindente de la “maquinaria partidaria” que acompañó a los momentos tácticos del año 2011, a saber, una asonada distanciada de las complicidades partidarias o felaciones elitarias, que a muy poco andar entendieron -cual bancada universitaria- que el único camino era la parlamentarización del movimiento.
Si bien el performativo 2011 representó una experiencia imborrable -qué duda cabe- fue una movilización guiada, al menos en lo global, por una “mesocracia tibiamente reformista” que congregó una comunidad de intereses abiertamente elitarios. El petitorio del 2006, en cambio, respondía al despliegue de una insurrección imaginal. Un tiempo de “trenzas y almacén”, donde aún era posible olfatear, leer, acariciar o mirar de reojos, un sujeto local-territorial, periférico, marginal o excluido, y algo incognoscible por su vocación de márgenes y trayectorias precarias. Aquel año de la “subasta” aún era posible -por cuestiones no solo generacionales- oír las voces averiadas y sus sones, con cantos, con ¡clarines y laureles!
Con todo el movimiento 2006 fue auscultado, invisibilizado, o guionizado por matinales (clasismos mediáticos y gerentes salvajes) que exaltaban la voluptuosidad del movimiento, como una reivindicación situada en el mapa de la misma modernización -y no en la segregación y sus efectos-. Nadie leyó en su condición microfísica la derogación del orden. Y así, transitamos de una movilización plebeya, deficitaria en cuanto a “política estratégica” (2006), al litigio cuasi-edípico de un movimiento con vocación de poder escenificado como “vanguardia cognitiva” (2011).
La llamada movilización “pingüina” no respondía a una economía del cálculo y a los procesos de oligarquización que -por etapas- enlazaron a la FECH con el Parlamento. En buenas cuentas, el 2011 fue un pivote de institucionalización que restó todo el potencial disruptivo de las primeras marchas consumando un nuevo pacto elitario. También obró como la sala de parto del Frente Amplio y las becas Chile. Y así quedó al descubierto una “mesocracia del deseo” (Jackson Drago, Vallejo Dowling, y posteriormente Boric Font) que aprendieron rápidamente la leçon del realismo: la inocencia se pierde solo una vez.
Al fin de cuentas, tengámoslo presente: ¡en Chilly somos todos judíos alemanes!