Nuevamente el país se encuentra atravesado por un fantasma. Se trata del fantasma Allende. Sea para conjurarlo, domesticarlo o intensificarlo, la cuestión Allende se pliega como una sombra sobre el presente. Libros se multiplican con su nombre, discursos bendicen o maldicen su firma, pero la voz de Allende persiste, atraviesa épocas e interpela -sobre todo interpela- a quienes dicen gobernar bajo su nombre, e interpela a un presente que aún no ha estado a la altura ni de su dignidad ni de su justicia.
Sin embargo, me inquieta cómo la “cuestión Allende” se ha ido instalando como si fuera un debate acerca de su persona identificada a ese slogan titulado “50 años”. Dos cuestiones son aquí problemáticas:
1) Que efectivamente haya un “debate”: ¿ha habido “debate” y bajo qué términos? Aquí deberíamos advertir cómo la cifra “50 años” nos impuso un debate sobre la persona de Allende y su gobierno en vísperas no del aniversario del triunfo de la Unidad Popular, sino de la usurpación propinada por la oligarquía golpista en 1973 liderada por Pinochet. En este sentido, ¿por qué, frente al cliché “50 años” ha sido la persona de Allende y la “izquierda” la que ha estado en cuestión y no la figura de un Pinochet y la oligarquía golpista? Se retrata aquí en curso de una verdadera operación de impunidad que castiga a Allende y, de manera tácita, exculpa a la oligarquía. La imposición del “debate” que identifica los “50 años” con Allende impide exigirle cuentas a las FFAA y a la oligarquía golpista y obtura la posibilidad de plantear una tarea crítica que sea capaz de mostrar cómo la crudeza de la dictadura fue el apuntalamiento necesario para instaurar la crudeza de la democracia neoliberal. Cómo ésta última no puede ser entendida como una “simple continuidad”, sino como una metamorfosis del cuerpo institucional de Pinochet bajo la forma financiera del Capital.
2) La cuestión “allende” que acecha espectralmente el mentado “debate” no deja de ser parte de la cultura de derechas al reducir a Allende a la persona que se erige como una “figura” o, si se quiere, como un monumento mitológico que lanza sus destellos por doquier.
Me temo que el efecto de personificación de Allende funciona para obturar la cuestión más profunda: la Unidad Popular como una experiencia, antes que como una coalición política liderada o no por Allende. En otros términos, la “personificación” -que se inscribe en el forjamiento de una “fábula” que relata los avatares de nuestra tragedia- oculta al “proceso” que se dirimió como una experiencia sensible que excedió no solo a la persona de Allende sino, además, a su frágil coalición de gobierno.
A esta luz, deberíamos ser un poco “althusserianos” hoy y DESPLAZAR los términos de la discusión desde la “cuestión Allende” hacia la “cuestión de la Unidad Popular”. Enfocarse en el “proceso”, en la experiencia sensible de los pueblos que se alzaron contra la usurpación portaliana no solo durante mil días, sino durante casi todo el siglo XX, al punto que fueron esas luchas las que ampliaron el marco de la Constitución de 1925 para volverla un terreno en disputa y que encontraron en la Unidad Popular su última traducción política, por la que desplegaron una revolución menor (porque revolución singular con “empanada y vino tinto” no asimilable a “modelo” alguno de revolución), en la que los invisibles e insignificantes de siempre se volvieron visibles y peligrosamente significantes.
Con ello, excedieron el marco oligárquico sobre el cual se había diseñado el pacto de 1925 que, justamente, mostró su fragilidad frente a la cual reaccionaron las clases dominantes: el pacto portaliano instaurado desde 1833 ha implicado que los pueblos -como los indios, los pueblos en cuanto indios- han de quedar al margen de la ciudad. Este es el pacto, sino el fantasma (portaliano) que subyace a todas las constituciones redactadas históricamente en Chile.
Por eso, trocar la “persona” por el “proceso”, la mentada “figura” de Allende por la revolución desplegada por los pueblos, entendiendo que lo que pulsa bajo el significante “Allende” es precisamente el proceso de los pueblos, constituye la tarea crítica del momento. Tarea que interrumpe el discurso de los “50 años” -cifra que ya resuena como cliché- y nos autonomiza de su fábula consensual y cupular, incluso cuando ésta se vista de los mejores trajes académicos.
La tarea crítica sería, entonces, la de atender al proceso de la Unidad Popular en cuanto “experiencia”. Solo como experiencia ésta última puede decirnos algo acerca de nosotros mismos. Sólo como destello de un pasado aún abierto ella puede darnos la radical cifra de un porvenir. A esta luz, si debemos a una tarea crítica, tendríamos que asumir que la firma “50 años” nada dice acerca de la intensidad del porvenir que irrumpe desde la Unidad Popular hacia el presente, pero todo dice acerca de la violencia de una oligarquía que hoy pretende pasar de lista repitiendo la operación de silenciamiento e impunidad, según la cual, “sin Allende no hay Pinochet”.
En un momento donde la Restauración Conservadora parece avanzar sin contrapesos y su maquinaria editorial, mediática e ideológica de higiene y limpieza de memorias desnuda la operación de impunidad que pretende mitigar la presencia de la derecha y la oligarquía en ese slogan que dice “50 años”, la tarea crítica tendrá que ir en busca del fantasma, no para “desmitologizarlo” como pretenden algunos próceres de derecha que quieren decirle a las izquierdas qué son y qué deben pensar, sino para desoperativizarlo y redimir la imaginación que en él aún yace capturada.
Excelente columna, gracias, reflexiones indispensables de cara a un sector minoritario que se apropió del país a sangre y fuego (poder económico-político), cuyos intereses de siempre lo hacen obtuso y torpe, por decir lo menos (humanoides, diría un Toribio actualizado).