A los estudiantes del taller de lectura del Anti Edipo
A propósito del último texto constitucional que arrojó el Consejo Constituyente, quisiera escribir sobre la idea de esterilidad y –recogiendo el concepto de Deleuze y Guattari– de “máquinas deseantes”.
La RAE dice, sobre la palabra estéril, que se trataría de un “algo (un ser vivo o una idea, por ejemplo) que no da frutos o no produce nada”. También la podemos entender como lo “infecundo”, es decir, que no tiene capacidad de llevar adelante un proceso generativo de vida sino más bien como aquello que interrumpe cualquier intención reproductiva.
En un sentido puramente biológico entonces, se trataría de una imposibilidad natural; ahora, en un sentido político, y sirviéndonos de la metáfora fisiológica, hablaremos de una intencionalidad volitiva, es decir, de la inoculación consciente de hacer de lo político algo estéril, que no produce, que aborta el metabolismo generativo de lo político mismo y que nos arroja –con el cálculo siempre ponderado y bien aceitado de quienes jamás han abdicado a su folclórico, al tiempo que efectivo, afán de poder– al páramo de la desconexión, de la retirada de lo político y que consigue, en esta línea, producir sujetos desafiliados, sin relación con el mundo y que nada más se sensualizan y desean al interior de la subordinación típica. Al final del día, únicamente “máquinas deseantes” (Deleuze Guattari, 1972) que se regocijan en su genoma neoliberal (Sabrovsky).
Si el primer proceso constituyente, hijo de la revuelta, tuvo una fuerte marca ciudadana y de participación popular a nivel transversal, este último se agazapó en la corteza y el núcleo de los partidos políticos. Desde la designación de los expertos por parte de ambas cámaras, pasando por la vuelta del magma indicalista que significó que los partidos políticos pusieran los candidatos a consejeros constituyentes, hasta el actual documento que no es otra cosa más que la expresión nítida de la formalización (en clave jurídica y “legítima”) de la restauración conservadora, lo que operó fue una esterilización de lo político, una obturación de la soberanía o, en otras palabras, una sutura de la participación popular.
Se esteriliza, como veíamos, para evitar la reproducción. En esta perspectiva, el proceso mismo fue concebido como la inseminación artificial de genes antipolíticos que terminaron por desactivar la agencia e incidencia de un pueblo que, a esta altura, no es más que un islote olvidado y anónimo que se vaporiza en los estuarios múltiples de la política en su fórmula oligárquica. Y esto a tal punto que las alternativas que nos dan es elegir entre una Constitución más penetrantemente fascista que la anterior (y narcotizada por la brutalidad de un sujeto como Kast) o, lo que viene a ser su antecedente, la de Pinochet y Guzmán que es el alma de una destrucción.
Todo esto –que es derechamente el triunfo de un imaginario tan conservador como neoliberal, tan hacendal como chicagista– nos ha terminado por transformar, otra vez, en máquinas deseantes; siendo, a mi modo de ver, los artesanos de nuestra propia diatriba, de nuestra propia injuria, en tanto no fuimos ni hemos sido capaces de articular una resistencia puramente política de cara a la arremetida de una restitución fascista feroz, y que seguramente se llevará el botín, aunque esto último sería materia de otro texto.
Escriben Deleuze y Guattari en el Anti Edipo: “No hay máquinas deseantes que existan fuera de las máquinas sociales que forman a gran escala; y no hay máquinas sociales sin las deseantes que las pueblan a pequeña escala”. De esta forma, y muy a grandes rasgos, somos máquinas deseantes pero esa producción de deseos no nos es propia, el deseo no nos pertenece, sino que se nos incorpora a través de la generación de necesidades que son organizadas y arbitrariamente indicadas por el capitalismo. Somos máquinas productoras de deseos, sí, pero esos deseos no son nuestros, aunque deseamos de todas formas.
Dicen igualmente: “La máquina deseante no es una metáfora”; y no lo es porque está puesta en el centro de un flujo material continuo, no hay óbices ni trabas para la producción infinita de deseos que se consuman en un exterior a nosotros, al tiempo que se nos enchufan esos mismos deseos en nuestra subjetividad. En breve, toda nuestra producción de deseos está definida por un sistema social y económico que ha determinado qué es lo que podemos o no desear. He aquí la esquizofrenia a juicio de los autores.
Esto es lo que, creo, podría entenderse como el desagüe de este último proceso constituyente. Se nos marginó, se nos excluyó de toda decisión trascendental y lo que nos produjo la restauración conservadora es toda una cadena de deseos asociada a la seguridad y al crecimiento económico. Somos máquinas deseantes de control y de capital; cierto, no son nuestros deseos, pero no somos capaces de percibirlo.
Quizás, en la constatación sublimada (abandonar el objeto de deseo para apuntar a otro) de que somos máquinas deseantes a las que les introdujeron necesidades útiles para el proyecto conservador, habite algo así como una potencial resistencia.
Diría: una nueva política del deseo.