En sus últimos minutos en cadena nacional, Paris destaca los artículos que llenan de gozo su alma, felicita a sus periodistas favoritos y promociona los medios de su agrado. Un auténtico niño taimado, lanzando patadas desde un rincón y tensionando el rol de la prensa, pilar de cualquier democracia. En su relato de control y agradecimientos no entran las críticas y ni siquiera la realidad constatada por los científicos más expertos. La realidad crítica es falsa y los medios que se atreven a cuestionarlo, lamentables.
Mira a su cámara de televisión mientras sostiene en las manos una carta de papel. Pestañea fuerte y rápido, dos, tres veces, como quien remarca una intención de llorar. Lo hace a propósito. Pero las lágrimas no salen. La vista, en el acto, se dirige al mesón. El clímax no es completo, pero el ministro Enrique Paris hace parecer que sí. Que todo su estudio está conmovido ante una nueva carta de agradecimiento recibida. El aire es incómodo. A ratos, recuerda a patéticos conductores de matinal intentando una catarsis colectiva con temas que no dan. O, tal vez, una mala actuación de un connotado galán de teleseries.
La carta la escribió una mujer que no puede dejar pasar la ocasión para decir lo mucho que han hecho bien los encargados de la salud, remarca el conductor del panel. El sentido escrito es la manera escogida hoy para comenzar una nueva entrega de datos de la pandemia en Chile. Más de ocho mil casos otra vez. Decenas de contagiados y muertos que, como regañó la eminencia intensivista de la UC, Glenn Hernández, se pudieron haber evitado con medidas que el señor Paris nunca anunció.
Paris, al mando del matinal de la desgracia, busca combatir al virus como si ello dependiera del rating logrado por su espacio televisivo. Del éxito de los discursos emotivos, las reprimendas e interpelaciones. Entonces, cada día se convierte en una nueva puesta en escena que busca golpear a la competencia, imaginarios rivales de la disputa que terminamos siendo nosotros mismos, los periodistas, las personas en sus casas, los países vecinos, o los diarios de Estados Unidos.
Así, en lugar de un jefe de la política sanitaria, lo que vemos es al vocero de un relato. Un personaje medio ficcionado que a ratos recuerda a viejas caricaturas ruidosas sin poder, o al bufón encargado de divertir a la corte mientras los hombres del palacio toman las decisiones. Y el espectáculo trae de todo.
En el capítulo del jueves, el show comenzó con una polémica orquestada. Ajeno a cualquier tono cercano a una autoridad pública que busca transmitir información sensible y cuidada, Paris usó los primeros minutos de su alocución para emprenderlas contra un señor “de un matinal” no identificado que manifestó su molestia por los redundantes y majaderos agradecimientos del secretario de Estado. Entonces, como en una auténtica escena pauteada de un reality show, el ministro elevó el tono para dejar en claro a sus anónimos enemigos que aunque les moleste “seguiré agradeciendo”, para luego dar las “GRACIAS a Anatel” y “GRACIAS a las radios”, con un énfasis al borde del grito, como si en ello se jugara el presente y el futuro de una peste mundial. Decadentes imágenes del Peluche Dueñas y Edmundo Varas se vinieron a mi cabeza, predisponiendo de inoficioso picante la entrega de nuevas noticias catastróficas anunciadas por las voces de escuderos de rostro mustio.
Pero el desplante televisivo de Paris también puede ser inquisidor y poner cara de malo. No todo es agradecimiento y felicitación constante en su set. Lo demostró a inicios de semana, atacando a dos de los más prestigiosos medios de Estados Unidos por, a su criterio, ponerse de acuerdo para acusar al gobierno chileno por su exitismo y la falsa sensación de seguridad creada en el proceso de vacunación. The New York Times planteó que la campaña de inoculación “dio a los chilenos una falsa sensación de seguridad y contribuyó a un fuerte aumento de nuevas infecciones y muertes que está sobrecargando el sistema de salud”. Para Paris, sin embargo, todo esto, complementado por un exhaustivo texto del Washington Post, “no es verdad”.
Habrá sido creación del público, entonces, la celebración de la primera meta de dosis en La Moneda. Inventados también por los televidentes, los completos bloques de cobertura a cada llegada de nuevas partidas embanderadas; las coberturas a los triunfalistas gráficos de liderazgo mundial a los que sólo faltó acompañar con cóctel y champán. Celebraciones proyectadas a la misma hora en que se usaban los últimos permisos de vacaciones para atravesar regiones enteras, hora en que centenares de santiaguinos se bañaban felices en Copacabana y ministros daban la vida por asegurar retornos presenciales a colegios contagiados a los dos días. Ciudadanos, todos nosotros, moviéndonos confiados, sin culpa, y con la plena libertad regida y promocionada por el rostro de Paris, el vocero de un relato acorralado por la realidad.
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Son los últimos minutos del matinal de la desgracia. Los números son trágicos, pero el ministro insiste en dar con un tono diferente. Como es habitual, Paris ofrece la palabra a los periodistas, los mismos a quienes da las gracias cada mañana de transmisión. Pero antes de dar el pase a su panelista estrella, Paula Daza -quien responde con una expresión que parece pedir auxilio para salir de ahí- aclara que la pregunta viene con nuevas falsedades. Paris, desautorizando al periodista, niega el caos y el descontrol y pide que lo traten con la deferencia que lo hizo Canal 13 anoche. Sólo hay más casos, dice, pero el gobierno tiene al virus controlado. Entonces vuelvo a recordar la entrevista al doctor Hernández. “Lo que prima es el agobio. Estamos claros que nuestro deber es seguir, pero uno siente que este es un incendio, una tragedia que no amaina”.
En sus últimos minutos en cadena nacional, Paris destaca los artículos que llenan de gozo su alma, felicita a sus periodistas favoritos y promociona los medios de su agrado. Un auténtico niño taimado, lanzando patadas desde un rincón y tensionando el rol de la prensa, pilar de cualquier democracia. En su relato de control y agradecimientos no entran las críticas y ni siquiera la realidad constatada por los científicos más expertos. La realidad crítica es falsa y los medios que se atreven a cuestionarlo, lamentables.
De pronto la imagen de Paris se arroja a la inspiración de lástima. “Los chilenos creen que están en el peor de los mundos, que hay que criticar todo, se ríen de mí”, reclama. Actitud similar tuvieron en el Titanic los músicos que decidieron simular normalidad, alegría forzada creada por profesionales ensimismados. Para el doctor de la Universidad de Chile, Juan Espinoza, quien habría motivado una de las rabietas de Paris por sus palabras en Chilevisión, más bien se trataría de un “élite de tarados” que ha cometido “errores imperdonables”. Lo cierto es que este lunes el ministro Paris volverá a sentarse en su asiento para mirar fijamente una cámara. Habrá anuncios rimbombantes que se caerán por la tarde, por la intromisión de no sabemos quién. Nombrará enemigos nuevos que entorpecen, por malicia, el lucimiento de un relato insostenible; y creará emociones levantadas a la fuerza por arengas inocuas que colindan con la vergüenza. La plenitud del artificioso mundo televisivo que sustenta la precaria presencia de Paris en la escena política actual. Es el matinal de la desgracia, luminoso y de fondo azul, mientras afuera acecha silenciosa la contagiosa muerte.