Lo que me quedó dando vueltas del día en que Joe Biden asumió como Presidente de Estados Unidos, en 2021, fue la idea de que todo lo que había pasado con Donald Trump se había resuelto con el triunfo del demócrata en las urnas. El recién asumido mandatario hablaba como si el gobierno del empresario sólo hubiese sido una mala pesadilla, y ahora, al fin, volvieran a ser la sociedad pluralista, democrática y tolerante que habían sido hasta entes del 2016.
Canciones que alababan a “América”, cantadas por estrellas como Jennifer López, o el himno del país entonado por Lady Gaga, emocionaban y hablaban de ese país creado por lo que Hannah Arendt llamó la “Revolución americana” que, con razón, decía la autora, había sido la única exitosa del siglo XVIII.
Su éxito, entre otras cosas, para Arendt radicaba en que, a diferencia de la Revolución francesa o la rusa, la americana no había tratado de materializar una idea, sino hacer una idea algo que ya era una realidad material. Esto, qué duda cabe, se debe al fuerte carácter protestante de los primeros colonos, para quienes el hacer era el decir.
Pero volvamos a la escena inicial. Esa ceremonia de cambio de mando emocionó a todos como solamente los gringos pueden hacerlo, siempre asumiéndose-cómo no- como los defensores de la democracia mundial y de la diversidad y, por ende, la única alternativa del mundo libre para sobrevivir ante las amenazas retóricas y autoritarias.
Tal vez el problema era esto último, porque esa afirmación asumía que el peligro estaba fuera de la sociedad norteamericana, como si los votantes de Trump fueran algo extranjero, lejano, que no se explicaba de ninguna forma concreta. Era sólo un tema que se había resuelto con una elección, aunque días antes hayan intentado tomarse el Capitolio embobados por teorías conspirativas sobre el resultado electoral que dio como perdedor a su candidato.
Me parecía que era un tono demasiado iluso y hasta peligroso el usado por los Demócratas y todo ese grupo de artistas que gritaban felices el término de la pesadilla y el retorno de la “cordura democrática”, porque cualquier análisis sensato entendía que Trump estaba en la esquina, listo para volver en el futuro. Y lo hizo. Volvió este martes 5 de noviembre y los sueños de liberación definitiva de la barbarie quedaron sólo como eso.
¿Qué pasó? Esa es una pregunta que hoy todos andan contestando; unos con más tranquilidad que otros; unos más enfervorizados y aterrados que otros. ¿Se puede culpar al votante? Sí, siempre se puede. Pero hace que caigamos en el error de creer que alguna vez hubo una sabiduría popular y ahora no. Y lo cierto es el tema es acá más complejo. Si bien siempre los electores tienen responsabilidad por sus votos porque son sujetos, cierto también es que hay un problema de la política y del régimen político no sólo de aquel país, sino de varios países donde los ciudadanos andan buscando certezas donde sea, sin importar qué es lo que diga o haga quien lo hace.
¿A qué se deberá esa falta de certeza? ¿Dónde busca la certeza el ciudadano hoy en día? A lo mejor pasa que en el caso de Estados Unidos hay un modelo que no está siendo capaz de cubrir la búsqueda de éstas de una parte de la población lejana a las cosas este y oeste. Y eso está pasando hace bastante tiempo. Aquello que la revolución norteamericana entregó sin prometer, hoy no está pudiendo hacerlo.
¿Pero a qué se debe esto? Realmente no lo tengo tan claro, sólo pienso mientras escribo. Lo que sí es claro es que en el siglo XX norteamericano hubo dos grandes hitos ideológicos que marcaron la manera de ver el capitalismo. El primero fue después de la crisis del 29, hacia los años 30, cuando Franklin Delano Roosevelt prometió un Nuevo Trato (New Deal) que, cambios más cambios menos, duró hasta fines de los 70 y comienzos de los 80, cuando terminó con la llegada de la idea de Ronald Reagan de que el Estado era el problema.
Mientras Roosevelt intervino con el Estado en los principales sectores productivos mediante la llamada “política contracíclica” keynesiana, Reagan, luego una gran inflación y el cansancio con el Estado luego de las guerras en las que se involucró el país (principalmente Vietnam), puso al individuo y al mercado por sobre la certeza colectiva que establecía lo que podríamos llamar el “régimen” anterior. Para ser directos, neoliberalizó el capitalismo norteamericano (fue quien primero dijo que haría “América grande nuevamente”).
De estos años surgió nada más y nada menos que Donald Trump como figura televisiva, entre muchos otros personajes de una fauna ochentera y neoyorkina. Pero también comenzó otra relación con el Estado y, por qué no, con el mercado, sumado, además, a un asunto que ha traspasado la historia norteamericana por toda su existencia, que es el racismo, el que, al parecer, ha vuelto a agudizarse, como toda conflictividad a la que no se le logra dar cauce y, por el contrario, se la enaltece como virtud.
Hoy, creo, con Trump estamos viendo el declive del ciclo reaganiano con uno de los principales exponentes de esa época como rostro. Vemos a sujetos que buscan a cualquier costo algún tipo de certeza y de seguridad respecto a los demonios que le acechan históricamente al norteamericano medio, sumado a otros nuevos que el ahora Presidente electo ha alimentado exitosamente.
Por esto, me parece, lo que debería pensarse- y esto lo pienso a nivel mundial- es cómo solucionar este problema más que llorar o gritar en contra de un votante que-de nuevo-sí tiene la culpa como todo votante tiene la culpa y la responsabilidad de lo que vota, pero que es sólo una parte del gran problema político en el que estamos inmersos, que es el del colapso de una nomenclatura, de una manera de percibir las cosas, de querer creer cómo es la democracia y qué es lo que ésta debe proporcionarle al ciudadano.
Aunque algunos crean que culpar a una élite es irse en contra del concepto de elites, lo cierto es que muchas veces tras esa crítica se esconde la necesidad de que estas existan y cumplan su labor. Y el ensimismamiento de la élite liberal, aquella que ve culpables en todo menos en ella-ya sean “octubristas”, llevándolo al lenguaje chileno, o extremistas de izquierda y derecha- es siempre preocupante, porque pareciera que está negando su rol como tal, el que debería consistir en saber qué es lo que pasa y qué es lo que se está quebrando. Eso lo entendió Roosevelt en los años 30 y, aunque no nos guste, también Reagan en los ochenta.